Hay frases que, aunque suenen inocentes, delatan más de lo que parecen. “¿Me entiendes?”, por ejemplo, suele esconder una trampa sutil: asumir que el mensaje fue claro y que, si no llegó, el problema está del otro lado. Pero, ¿y si no lo fue? ¿Y si no somos tan buenos comunicando como creemos? Este artículo no trata sobre inteligencia artificial (aunque la mencionaremos), sino sobre algo más profundo y urgente: aprender a hacernos entender, sin arrogancia, sin suposiciones, y con la conciencia de que para comunicar, no basta decir.
Introducción
Hoy en día, pocas palabras han llegado tan rápido a nuestro vocabulario empresarial como prompt. Hace apenas un par de años, era un término reservado a ciertos nichos técnicos. Ahora, es común escuchar en cualquier junta: “es que hay que saberle dar un buen prompt a la IA”. Exagerando un poco, uno podría bromear que hasta el plomero de la esquina entendería a qué se refiere —aunque curiosamente, en español, la palabra ni siquiera existe de manera oficial.
Pero, ¿qué hay detrás de este auge repentino del prompting? Al final del día, promptar no es más que el arte de pedir algo de forma clara, precisa y estructurada. Y ahí es donde la cosa se pone interesante.
Desde la Torre de Babel hasta los laboratorios de la NASA, la humanidad ha pagado caro por no saber comunicarse con claridad.
La historia está llena de ejemplos. Por citar algunos: en la tradición judeocristiana, la Torre de Babel es uno de los relatos más antiguos de un conflicto de comunicación: los constructores, al ser incapaces de entenderse, vieron frustrado su proyecto común.
Siglos más tarde, durante la Guerra de Crimea en 1854, un episodio bélico se convirtió en uno de los casos más estudiados de mala comunicación en la historia militar. En la batalla de Balaclava, una orden ambigua llevó a la célebre "Carga de la Brigada Ligera": cerca de 670 jinetes británicos cargaron de frente contra una línea fortificada de artillería rusa, al interpretar erróneamente las instrucciones recibidas. El resultado fue desastroso: enormes bajas y una acción militar que pasó a la historia más por su heroísmo trágico que por su efectividad táctica. Todo por una orden mal comunicada.
Más recientemente, en 1999, la NASA perdió la sonda Mars Climate Orbiter, una misión de 125 millones de dólares, debido a un error de comunicación entre equipos: unos trabajaban con unidades métricas, otros con unidades imperiales. Bastó esa falta de alineación para condenar toda la misión.
El patrón es claro: la falta de comunicación precisa no es un problema nuevo. Es tan antiguo como la civilización misma.
Lo curioso es que ahora, con la IA, muchos estamos empezando —por fin— a detenernos a pensar: “¿Será que no estoy pidiendo bien?”. Porque la IA, a diferencia de los humanos, no interpreta jerarquías ni compensa ambigüedades. Si no te entiende, el fallo es tuyo. Y ahí comienza una gran lección que va mucho más allá de la tecnología.
Prompting: el arte de pedir
Antes de que se convirtiera en una palabra de moda en el mundo de la inteligencia artificial, prompt ya existía en inglés. Como verbo, to prompt significa incitar, provocar, estimular o sugerir que alguien haga algo. Como sustantivo, un prompt puede ser una señal, recordatorio o indicación que lleva a una acción.
Su origen etimológico viene del latín promptus, que significa listo, preparado o visible, derivado a su vez del verbo promere (sacar hacia adelante, poner en evidencia). De ahí también provienen palabras como pronto en español.
En el ámbito del teatro en inglés, por ejemplo, un prompter es quien le susurra al actor la línea que debe decir si la ha olvidado. Es decir, quien da el estímulo para que la acción correcta ocurra.
Con la llegada de la IA generativa, el término prompt se ha popularizado y no es más que la instrucción o el estímulo que damos a la máquina para obtener un resultado. Es, en esencia, un pedido: lo que le decimos para que nos responda, genere un texto, cree una imagen, sugiera un resumen o lleve a cabo una tarea.
Y como ocurre en cualquier situación de la vida, la calidad de la respuesta depende en gran medida de la claridad del pedido. No es lo mismo decirle a la IA “hazme un resumen” que especificar: "Haz un resumen de 300 palabras, en tono profesional, dirigido a ejecutivos del sector financiero, resaltando oportunidades de inversión y riesgos potenciales."Mientras más claro, más estructurado y más específico sea el prompt, mejores serán los resultados.
En otras palabras: prompting no es otra cosa que el arte de pedir bien.
Y esto es particularmente interesante si consideramos que, en muchos contextos profesionales, especialmente los más verticales, suele haber menos espacio para cuestionar o pedir precisión. No siempre resulta cómodo —ni socialmente aceptado— pedirle a un alto directivo que aclare una instrucción vaga. Se espera que uno “entienda” lo que quiso decir. La IA, en cambio, no conoce jerarquías. No interpreta ni adivina. Si el prompt es ambiguo, el resultado será ambiguo. Y esto, paradójicamente, nos devuelve una gran lección: pedir bien es responsabilidad de quien pide, no de quien ejecuta.
Curiosamente, al aprender a promptar mejor con IA, estamos —quizá sin darnos cuenta— entrenándonos en algo que siempre hemos necesitado dominar: la comunicación efectiva.
La historia nos delata: siempre hemos fallado en comunicar
Si algo nos enseña un rápido repaso por la historia es que la dificultad para pedir bien no es un problema nuevo.
Por el contrario: es uno de los desafíos más antiguos y persistentes de la vida en sociedad.
Desde los tiempos en que los reyes dictaban órdenes que cruzaban varios niveles jerárquicos hasta llegar al campo de batalla o a los talleres de los artesanos, pasando por la época de los grandes descubrimientos, las revoluciones industriales y las corporaciones modernas, el arte de transmitir claramente lo que se espera de otros ha sido una habilidad escasa… y, cuando falta, las consecuencias suelen ser costosas.
¿Cuántos proyectos se han descarrilado porque la directriz original fue ambigua?
¿Cuántos reportes fueron devueltos por no cumplir con expectativas que nunca se explicitaron?
¿Cuántas veces un colaborador ha sido injustamente juzgado por no haber entregado lo que se esperaba, cuando en realidad la solicitud nunca fue clara?
No hace falta ir muy lejos: basta con recordar situaciones cotidianas en la oficina. El jefe que pide “un reporte completo” sin definir qué incluye “completo”. La gerente que solicita “un diseño más impactante” sin aclarar qué entiende por “impactante”. El cliente que exige “algo más moderno” sin dar referencias.
Y no es que la ambigüedad sea necesariamente intencional. Es producto de un mal hábito comunicativo: damos por sentado que el otro “debe entender” lo que queremos decir, sin detenernos a pensar si lo estamos expresando de manera concreta y precisa.
Parte del problema radica en que cada uno de nosotros habita su propio universo cognitivo: un mundo interior donde ciertas ideas, conceptos y referencias se vuelven tan cotidianas que ni siquiera pensamos en explicarlas. Aquello que para nosotros es evidente, para otros puede ser completamente nuevo o confuso.
Además, como estas ideas viven en nuestra mente, no solemos percibir su brillo o su valor hasta que las verbalizamos y vemos cómo resuenan en los demás. Es en la interacción —cuando otros reaccionan a lo que decimos— que descubrimos el impacto de lo que antes nos parecía simplemente cotidiano.
Al final, la comunicación no se trata de intercambiar contenido. No solamente. Es, en realidad, el arte de convertir las ideas en mi cabeza en una secuencia estructurada de palabras que consigan el objetivo de que esas ideas se reproduzcan con la mayor fidelidad posible en la(s) cabeza(s) de quienes las reciben.
La IA como espejo imparcial
Si en nuestras interacciones humanas a veces logramos salir airosos de una instrucción mal formulada —gracias a la empatía, la experiencia, el conocimiento compartido o la intuición de los interlocutores— con la inteligencia artificial no ocurre lo mismo.
La IA es un espejo implacable. No adivina, no lee entre líneas, no compensa jerarquías ni llena huecos con base en lo que “cree que quisimos decir”.
Responde exactamente a lo que le pedimos, no a lo que imaginábamos en nuestra mente.
Por eso es tan común escuchar frases como “no era lo que esperaba” tras obtener un resultado de IA.
La pregunta entonces no debería ser: “¿por qué la IA no entendió?”, sino más bien: “¿por qué no supe expresar con claridad lo que quería?”
Aquí radica uno de los aprendizajes más valiosos que este auge del prompting nos está dejando: por primera vez, muchos estamos tomando conciencia de que la responsabilidad de una buena comunicación no está en el receptor, sino en el emisor.
Con la IA no sirve la antigua costumbre de culpar al ejecutante. Si el resultado no es el esperado, es señal de que el prompt —el pedido— no fue suficientemente claro, específico o completo.
Y esta lección no se limita al mundo digital. También aplica, y de manera urgente, en nuestras interacciones humanas: con nuestros equipos, colegas, clientes o proveedores.
Aprender a estructurar mejor nuestros prompts es, en el fondo, aprender a estructurar mejor nuestra comunicación.
Y cuanto más practiquemos esta disciplina, más conscientes seremos de la importancia de pedir bien… sin importar si el receptor es una IA o una persona.
Hay, además, una diferencia fundamental entre comunicarnos con personas y hacerlo con IA: las emociones.
En la interacción humana, la respuesta a un mensaje siempre pasa por filtros emocionales, conscientes o inconscientes. Como suelo decir en conversaciones con amigos cercanos: “la ofensa está en el receptor”. No importa la intención del emisor: es el receptor quien, en última instancia, elige cómo interpretar el mensaje y con qué carga emocional responder.
Con la IA, este componente emocional no existe. La máquina no se ofende, no se siente menospreciada, ni “lee entre líneas” con sesgos afectivos. Lo que produce es el reflejo más fiel de lo que le dimos como input.
Curiosamente, eso no ha impedido que más de una persona comente en redes o en una conversación casual: “Creo que ChatGPT ya se enojó conmigo”, o “me contestó muy seco, seguro ya se hartó de mí”.
Es un ejemplo perfecto de cómo proyectamos emociones incluso en un interlocutor que no las tiene.
Y para quienes pudieran sentirse confundidos en este punto: no, la IA no se enoja contigo. No se harta de ti. No le incomoda si le manifiestas enojo. No tiene emociones, ni conciencia, ni estado anímico. Lo que ves reflejado en sus respuestas es únicamente el resultado lógico del contexto y del prompt que le diste. Nada más.
Y precisamente por eso resulta tan revelador practicar el arte del prompting: nos enfrenta a una comunicación desnuda, donde no hay pretextos emocionales ni malas interpretaciones ajenas en las que escudarnos. Si el resultado no es el esperado, es señal de que debemos mejorar la claridad de nuestro propio mensaje.
La gran lección: no es (solo) para la IA
Si algo deberíamos llevarnos de esta nueva era del prompting es que el verdadero aprendizaje va mucho más allá de obtener mejores resultados con IA.
Es una invitación a revisar cómo nos comunicamos en todos los ámbitos de nuestra vida profesional y personal.
Porque al final, el arte de pedir bien —con claridad, estructura y precisión— es exactamente la misma habilidad que necesitamos para liderar equipos, delegar tareas, alinear expectativas con clientes, o incluso negociar con proveedores.
Piénsalo: ¿cuántas veces en tu vida profesional has recibido instrucciones ambiguas?
¿Cuántas veces has tenido que “adivinar” lo que el jefe quería realmente en un reporte o presentación?
¿Cuántas veces has visto a colegas frustrarse porque hicieron un trabajo impecable... pero no era lo que se esperaba, simplemente porque nadie se tomó el tiempo de explicar con claridad el objetivo, ni al inicio ni a lo largo del proyecto?
Ahora bien, si te toca estar del otro lado —si eres tú quien da las instrucciones, quien solicita entregables o delega tareas— vale la pena hacer el mismo ejercicio de autoconciencia.
¿Cuántas veces diste por hecho que tu equipo “ya sabía” lo que querías?
¿Cuántas veces un resultado inesperado te llevó a pensar que “no te entendieron”, cuando en realidad quizá tú no comunicaste con la suficiente claridad?
Nadie es inmune a este sesgo. Justamente por eso, practicar el arte de pedir bien es una competencia clave en los roles de liderazgo.
Pedir bien no es un lujo. Es un acto de respeto hacia quienes nos rodean. Es asumir que la claridad es responsabilidad del emisor, no del receptor.
Así como hemos aprendido que a la IA no podemos pedirle “hazme algo bonito” y esperar que adivine nuestros gustos, tampoco deberíamos pedirle a nuestro equipo cosas como “quiero algo más atractivo” sin definir qué significa eso en el contexto del proyecto o una presentación.
O pedir “un análisis de ventas” sin aclarar para qué audiencia es, con qué profundidad se espera, en qué formato, con qué horizonte temporal.
El ejercicio de aprender a promptar bien con IA es, en realidad, un excelente entrenamiento para volvernos mejores comunicadores con las personas.
Porque al fin y al cabo, toda interacción —con humanos o con máquinas— comienza con un buen pedido.
Y conviene recordar que el objetivo de la comunicación no es simplemente lanzar el mensaje y asumir que “ya se dijo”.
Es, en realidad, diseñar el mensaje de modo que aumentemos las probabilidades de que llegue y se comprenda como queremos que sea comprendido.
Una diferencia sutil, pero esencial, que distingue a los buenos comunicadores en cualquier contexto profesional.
Conclusión
Si el auge del prompting con IA nos deja una gran lección, no es solo cómo obtener mejores resultados de las máquinas, sino cómo convertirnos en mejores comunicadores, ya sea con IA o con humanos. Porque al final, un buen prompt es simplemente una buena comunicación. Y ese arte sí que nos hacía falta hace siglos… y nos sigue haciendo falta hoy.
Lo más valioso de este aprendizaje es que podemos —y deberíamos— trasladarlo a todas nuestras interacciones. No se trata solo de dominar el “prompt engineering” para brillar en el uso de herramientas de inteligencia artificial. Se trata de volvernos más conscientes de cómo formulamos nuestras ideas, cómo estructuramos nuestros mensajes y cómo diseñamos nuestras peticiones para que lleguen de la forma más clara y efectiva posible.
Y en este proceso, es fundamental tener presente el contexto del receptor. No comunicamos igual con un niño que con un maestro, con un colega que con un experto técnico, con un cliente nacional que con uno internacional. Ajustar el lenguaje, el nivel de detalle y el enfoque a quien nos escucha no es un gesto de condescendencia, sino de respeto y de eficacia comunicativa. Como suele decirse —y algunos lo atribuyen a Einstein—: “Si no puedes explicárselo a tu abuelita, es que no lo entiendes”. Cuanto más claro seas para el otro, más profundamente has comprendido tú mismo lo que quieres comunicar.
Cada vez que practicamos un buen prompt con IA, estamos entrenando la habilidad de comunicar mejor con nuestros equipos, con nuestros clientes, con nuestros socios, con nuestras familias. Y ese es un impacto que trasciende la tecnología: es un cambio en nuestra manera de estar en el mundo.
En última instancia, comunicar bien no es una cuestión de moda, ni de herramientas. Es una cuestión de respeto, de eficacia y de humanidad. Y si la IA nos está ayudando a descubrirlo, bienvenida sea la lección.